Recuerdo
como en los principios de mi vida como arquitecto algunos maestros del
pasado nos contaron su obra sin el mayor
atisbo de exageración. Eran conferencias sencillas, en absoluto simples, que casi
por el exceso de voluntad de contar las cosas objetivamente, caían en la mera
explicación. Su obra, mostrada en antiguas diapositivas de planos y fotografías,
era en sí misma una provocación a la reflexión. El discurso estaba implícito en
la obra arquitectónica y en la misma acción de hacer.
Una
generación más tarde, los fenómenos contemporáneos de globalización económica y
su consecuente globalización informativa no permiten confiar todo el valor del proceso
intelectual en el mismo acto de hacer ( en la acción ) y deben ser sustituidas por el acto de contar
(el discurso). Así, en el contexto de una sociedad sin tiempo y rodeada de
estímulos excesivos, el discurso se convierte en uno de los principales
síntomas de la situación contemporánea. El creador de cosas, de acciones
artísticas, que se encuentra sin él
vacío y desnudo ante la inconmensurable presencia de productos artísticos, reacciona otorgando al discurso el poder
absoluto de capacidad para marcar la diferencia entre obras considerablemente
parecidas. Es en la conciencia del exceso evidente de producción, de ese hacer desmesurado, donde el discurso pasa a tomar un
papel fundamental en la creación y en la comercialización de la obra, llegando
incluso a tener una importancia mayor que la obra en sí. De esta manera,
entendiendo la comparación entre un pasado basado en acciones y un presente
basado en discursos, y pensando en la
evidente afección que ha tenido sobre nosotros la crisis económica actual, llegamos
a la conclusión de que en una situación de menor producción, se otorga una
importancia exponencial al fenómeno del discurso sobre lo (poco) que se hace.
Situándonos
por tanto en el marco del tardocapitalismo contemporáneo, entendemos el
discurso no ya como el motor previo a la creación de una acción, sino como una
herramienta de márketing comercial que provoca que la propia acción artística
tenga que estar necesariamente incluida dentro de los límites de lo vendible y
lo evidentemente aceptado. La acción artística deja por tanto de responder a
una necesidad última basada en la crítica para pasar a dar respuestas a los
paradigmas cool de las clases intelectuales
dominantes. Cabe por tanto plantear la pregunta de si estamos tan necesitados
de una manera de contar las cosas que, de tan indirecta y en ocasiones
simulada, elude algunas de las cuestiones que lograron convertir al arte en una
herramienta imprescindible de reflexión conjunta y de puesta en crisis de los preceptos
establecidos.
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