En los últimos pocos meses, cualquier ciudadano
madrileño avispado, de esos que tienen por costumbre fijarse aunque sea sólo un
poquito en las cosas que le rodean, habrá notado cómo unos elementos extraños,
nuevos, y grises en su forma y en su fondo, han poblado las calles de Madrid, desde
la Puerta del Sol hasta la Villa de Vallecas. Estos elementos que
pertinentemente pasaremos a llamar paradas de autobús, han ido paulatinamente
sustituyendo a unas anteriores no menos desacertadas que las actuales, en un
aparente esfuerzo municipal por el mal gusto, la mediocridad, y la falta de
pragmatismo.
En efecto, y quizás por la ultrasensibilidad que
en tiempos de crisis tiene cualquier población semi occidental con el uso del
dinero público, de su dinero, la
primera pregunta que todos responsablemente deberíamos hacernos es precisamente
PARA QUÉ, y complementariamente PARA QUIÉN se está gastando ese dinero que
todos los días se ocupan en recordar que no tenemos. La importancia de la
pregunta es tal, que incluso llega a eclipsar la profunda fealdad de una
propuesta que, a poco que hubiera sido sometida a un debate público-profesional,
habría tenido una resultado más decente.
Por supuesto, el debate sobre las paradas de
autobús de Madrid no es un debate intelectual. No es una reflexión sociológica
ni antropológica de nada; mucho menos aun arquitectónica. Pero sirve como
inmenso síntoma, como evidente muestra de la desafección mutua existente entre
la ciudad como organismo administrativo y burocrático, y la Silent mass
ciudadana. La crítica a todo, desde la microintervención urbana hasta la gran
operación especulativa es esencial para evitar que dicha relación se convierta
en algo establecido e inamovible. La propia sanidad
de la ciudad depende de que sus ciudadanos sepan y juzguen las cosas que en
su ciudad ocurren.
Acudiendo al tema que nos ocupa, la denuncia que
hacemos de este pequeño ejemplo de equivocación democrática, es doble: como
arquitectos juzgamos su terrible desacierto estético. Sí, es algo sabido que a
los arquitectos casi se nos prohíbe hablar de lo feo y de lo bonito, pero es
que en este caso es su fealdad tan evidente, que no podemos sino subrayarla una
y otra vez. Es más, volveremos a decirlo de nuevo: Son muy feas. Además, no
hacemos sino frustrarnos con una fealdad que podría haber sido claramente
evitada, Confiando claramente que hacemos una de las mejores arquitecturas de
Europa, es cuanto menos irónico lo
poca gente que lo sabe, y lo poco que se acuerdan de nosotros. Si hay que hacer algo innecesario,
intentemos al menos educar un poco
un poco las vistas. En segundo lugar como ciudadanos críticos pensamos
que es imprescindible exigir algo que en tantos sitios es simplemente obvio:
que el dinero, máxime cuando su ausencia genera frustración y carencias
imprescindibles, sea utilizado en cosas necesarias y no accesorias, que
resuelvan problemas sustanciales y no supongan maquillajes epiteliales.
Las nuevas paradas de autobús de la EMT son
profundamente innecesarias, porque no hacen falta, porque son evidentemente
inútiles y porque las cosas inútiles
son siempre útiles
para alguien cuyo propósito se aleja demasiado de los de la mayoría. La mala
arquitectura empieza por ahí.
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